No sabría decir cuando comenzó
esta manía inclusivista, es posible que comenzase cuando el Lehendakari
Ibarreche en todos sus discursos se refería a las “ciudadanas y ciudadanos
vascas y vascos” o cuando la ministra Aído se refirió a los componentes del
congreso como “miembros y miembras”. El caso es que desde entonces han cambiado
muchas cosas, sobre todo en el vocabulario, y con un propósito más político que
el de dar relevancia a los que no son hombres.
Gramaticalmente, parece que
asistimos a un nacimiento de nuevas formas de declinación: niños, niñas y
niñes, algo que hace cada vez más difícil seguir un discurso y que hace del
castellano una lengua más difícil todavía, incluso para los nativos. No me
quiero imaginar que tengamos que hablar de jóvenos, jóvenas y jóvenes. Aunque,
fuera del inclusivo, hemos asistido al cambio de significado de otras palabras
como testar (de hacer testamento a probar o experimentar), lo cual indica que
la estupidez puede exceder a la política.
Algo más se han salvado los
adjetivos, que han mantenido su estructura, pero no sabemos qué pasará ante una
nueva oleada revisionista de inclusivismo, por ejemplo en los colores,
¿tendremos que hablar de rojos, rojas y rojes?¿Inventaremos nuevas palabras
como marrón, marrona y marrone?¿Cómo será el plural? (marronos, marronas y
marrones). En fin, la prospectiva del lenguaje inclusivo resulta tan
interesante como apasionante… y tan absurda como imbécil (o imbécila, o
imbécile).
Pero agradezco que el
inclusivismo, de momento, se limite al uso de los políticos en el ámbito de sus
discursos y declaraciones. No me quiero imaginar una historia inclusiva, y
doblada en volumen, que me diga que los faraones y faraonas de los egipcios y
egipcias construyeron las pirámides. O que los romanos y romanas fueron
invadidos por los bárbaros y las Bárbaras y que en España se asentaron
visigodos y visigodas, suevos y suevas, vádalos y vádalas y alanos y alanas. Tampoco
es de extrañar que, en lo que se refiere a medicina, haya feministas fanáticas,
de esas que abortan cuando saben que el sexo de su feto es masculino, que
aboguen por nuevas palabras; ya que su cuerpo es suyo dirán que tienen esófaga,
que cuando comen picante les arde la estómaga y que tiene dificultades con el
tránsito en sus intestinas, pero que las riñonas filtran bien, que su hígada
funciona y su corazona late perfectamente. En algo tan femenino como es la
ginecología reivindicarán que ellas tienen útera, ovarias, trompas de Falopia y
clitorisa. La verdad es que se abre, en lo que a las ciencias se refiere, un
horizonte tan infinito como la estupidez humana. Yo, por mi parte, seguiré
teniendo tripas, manos, piernas e intentaré tener la cabeza en su sitio.
Por último, ha quedado en
evidencia la falta de cultura de muchos de los que practican por norma este
lenguaje inclusivo, soldada no es el femenino de soldado, como tampoco libra es
el femenino de libro, ni capitana el femenino de capitán (imagínense que a la
señora Samanta Vallejo Nájera le llamo chefa, como femenino de “chef”, estaría
en mi derecho inclusivista).
En realidad, cada vez que
utilizamos el lenguaje inclusivo dejamos patente que la sociedad está dividida
en hombres, mujeres y un grupo al que habría que referirse como ¿otres? Cuando
se propuso, tras la unión de Podemos e Izquierda Unida, llamar a la nueva
coalición Unidos y Unidas Podemos parecía la concurrencia a las urnas de dos
grupos diferenciados por el sexo, probablemente el próximo paso será llamarse
Unides Podemos.
Quizás deberíamos plantearnos si este
inclusivismo no resulta discriminatorio, si no habrá alguna lumbrera que al
quererse referir a la infancia como niños, niñas y niñes piense que pueda haber
algún discriminado. Aunque creo que en este caso lo políticamente correcto está
desbancando a lo correcto, sencillo e inteligente. Desde luego muchas veces
dejamos claro que no sabemos elegir las palabras, lo fácil y económico, y
también inclusivo, que resultaría referirse a personas en vez de a hombres,
mujeres y otres.
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