Imagínense una nave - da lo mismo
que sea un barco, un avión o un autobús - muy grande. Imagínese que la
tripulación lleva buscando el manual que explica el funcionamiento de la nave y
cómo se maneja desde que embarcó. Por otra parte, la nave tiene una tripulación
mal avenida que discute en cada uno de sus rincones. La tripulación no deja de
aumentar y los tripulantes no tienen nada claro su cometido. Los recursos de la
nave son escasos y la tripulación genera más residuos de los que los sistemas
de la nave pueden procesar y la basura se amontona en las dependencias. Es de
dudar que la nave pueda alcanzar algún destino, pero no hay duda sobre el
destino de la tripulación. A estas alturas se habrán dado cuenta de que la nave
es el planeta Tierra.
Y es posible que cuando terminen
de leer este artículo me tachen de negacionista, una de esas nuevas palabras
que equivalen al hereje medieval y que se aplica al que no sigue la ortodoxia
social que coincide, casualmente, con la oficial.
Y es que el cambio climático,
innegable por otro lado, es como el retrato del Gran Hermano: omnipresente.
Está en todos los discursos, medios de comunicación y redes sociales. Como la
religión lo fue en su momento, hace que entremos en un concepto que sirve de
excusa para cambiar el sistema de una forma radical. El cambio climático, en
concreto la emisión del dióxido de carbono (CO2) se ha convertido en la bandera que justifica
eliminar la combustión interna en los coches, pretender limitar el consumo de
carne y regionalizar el consumo de los alimentos debido con la excusa de su
huella de carbono. También sirve para justificar el cambio de los hábitos de
vida, usar transporte colectivo, utilizar la bicicleta y tener cuidado con la
electricidad que se consume a lo largo del día y pagar por todo ello un
impuesto verde. Pero no tenemos en cuenta que el ser humano tiene la necesidad
de calentarse cuando hace frío y que satisfacerla, desde que se inventó el
fuego, significa generar dióxido de carbono, es lo que tiene la combustión.
Calentarse con electricidad, al precio de que está, equivale a morir de frío o
de hambre. También el ser humano tiene la necesidad de respirar, que es
absorber oxígeno y expulsar dióxido de carbono. Y cada vez hay más población en
la tierra y la necesidad de calentarse y respirar de cada persona equivale a
que cada vez se producirá más dióxido de carbono.
Por otra parte, siempre que hay
un desastre se da la ocasión de recurrir al cambio climático para su
explicación; una ola de calor seguida de un temporal se debe al cambio
climático, aumentan las lluvias o las sequías pues también se debe al cambio
climático. Repito que el cambio climático está ahí, como también lo está su
utilización para unos fines determinados.
El fenómeno del cambio climático
viene avalado por la comunidad científica, pero ésta no es unánime en cuanto a
la explicación de su causa. En este sentido, un negacionista no es aquel que
dice que no hay cambio climático, sino el que dice que puede ser un proceso
natural, independiente de la acción humana o en el que confluyen más causas que
la generación de dióxido de carbono. Tenemos que tener en cuenta que la
comunidad científica desarrolla sus postulados con lo que sabe, no con lo que
cree, y que esa comunidad científica, con lo que sabía en ese momento,
sentenció que el Sol y los planetas giraban en torno a la Tierra; o que el ser
humano, fisiológicamente, era incapaz de trasladarse a más de 30 kilómetros por
hora; y, más recientemente, y también fue un científico el que dijo que la
presencia del COVID-19 en España sería testimonial. No nos equivoquemos, los
científicos pueden dudar de la capacidad del género humano para cambiar el
funcionamiento de la naturaleza, los políticos no. Tampoco confundamos los
términos, cuando uno tiene dudas es un escéptico y si uno dice que la Tierra es
plana o que no hay cambio climático es un tonto o un estúpido. Negacionismo,
repito, es un eufemismo de herejía.
El fenómeno del cambio climático
no es nuevo, al ser humano le gusta ser temeroso y cada cierto tiempo asiste de
una u otra forma a la posibilidad del fin del mundo. Hay dos modalidades, por
fechas críticas y por circunstancias. Ejemplo de fechas críticas, el temor
social y medieval que se creó en el año 999 en la Europa cristiana cuando un
predicador dijo que el mundo no llegaría al año 1000, el famoso “Efecto 2000”
que iba a colapsar los ordenadores y sumir al mundo en el caos administrativo
es otro ejemplo tan válido como el de 1000 años antes, no olvidemos las
profecías mayas que señalaban al año 2012 o los múltiples y bien intencionados
fines del mundo anunciados por los testigos de Jehová, y esa sala de retratos
del Papa en el Vaticano que, según San Malaquías, cuando muera el último Papa
retratado será el fin del mundo. Con respecto a la modalidad circunstancias, también
se han ido sucediendo en el tiempo, podemos iniciarlo con esa sensación de fin
del mundo que se adueñó de las sociedades cuando se declaró la peste; el terror
que muchos sintieron cuando se empezó a utilizar la pólvora, cuando muchos
anunciaron que los enemigos harían estallar el mundo en la lucha.
Recientemente, en los últimos cincuenta años, hemos vivido el “pánico nuclear”
de las décadas de los 70 y 80 avivado por otra parte por el cine, la televisión
y la cultura en general; con la caída del Muro de Berlín también se originó un
agujero en la capa de ozono y la emisión de CFCs durante la década de los 90;
repentinamente, al comenzar el milenio, se comenzó a hablar del Calentamiento
Global y de la emisión de los gases de efecto invernadero, posteriormente el
término se modificó y pasó a ser Cambio Climático y la emisión de dióxido de
carbono.
Está claro, nos gusta la
sensación de vivir bajo la espada de Damocles y a nuestros gobiernos laicos
creer en el apocalipsis. Se nos ha pasado el miedo a las armas atómicas aunque
desde el fin de la Guerra Fría haya aumentado el número de naciones con este
armamento, resulta paradójico que en los 80 rechazásemos que Estados Unidos y
la Unión Soviética dispusiesen de este armamento y que en la actualidad nos
resulte indiferente que el régimen de los ayatolah o el de un minidictador
puedan disponer de bombas atómicas.
Tampoco les quepa duda: la Tierra
será inhabitable cuando el Sol envejezca más en unos millones de años. Pero ahora
toca preocuparse del Cambio Climático, si analizamos la evolución de los
diferentes tipos de apocalipsis podemos comprobar, como ya hemos dicho, que
tienen más de reacción social ante el temor que provoca una circunstancia que
al conocimiento de la naturaleza del problema y de la idoneidad y coste de las
soluciones ¿qué va a sustituir a las energías renovables un día nublado y con
viento en calma? ¿Vamos a dedicar la mitad de la actividad económica al
reciclaje? En todo caso los problemas están ahí, ya sean considerados
potencialmente apocalípticos o no; puede ocurrir que los representantes de las
potencias nucleares tomen unas copas de más y la líen fulminándonos a todos,
puede que la capa de ozono agrande su olvidado agujero y que nos achicharremos;
puede que el calentamiento global aumente y acabemos asados, o que el cambio
climático siga su evolución y perezcamos en una ola de calor o de frío, en un
huracán o en una inundación.
Volviendo al símil del principio,
el aumento de la tripulación del planeta Tierra nos obliga a replantar los
postulados de Malthus - ese que decía que los recursos de la Tierra progresan
aritméticamente mientras la población aumenta geométricamente, pero se le
olvidó decir que sus emisiones también aumentan de la misma manera – y
probablemente descubriremos que el primer problema de la nave tierra es su
tripulación y que ésta no dispone de algo que si tiene la nave: todo el tiempo
del mundo. Por tanto hay que priorizar y, en mi opinión, antes de arreglar la
nave es necesario solucionar los múltiples conflictos de la tripulación y
conseguir que cada tripulante tenga claro su cometido, entendiendo que esto no
significa una jerarquización, ni un sistema de castas; ahí entramos en materia
de educación.
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