11 septiembre 2021

CAMBIO ¿CLIMÁTICO?


 

Imagínense una nave - da lo mismo que sea un barco, un avión o un autobús - muy grande. Imagínese que la tripulación lleva buscando el manual que explica el funcionamiento de la nave y cómo se maneja desde que embarcó. Por otra parte, la nave tiene una tripulación mal avenida que discute en cada uno de sus rincones. La tripulación no deja de aumentar y los tripulantes no tienen nada claro su cometido. Los recursos de la nave son escasos y la tripulación genera más residuos de los que los sistemas de la nave pueden procesar y la basura se amontona en las dependencias. Es de dudar que la nave pueda alcanzar algún destino, pero no hay duda sobre el destino de la tripulación. A estas alturas se habrán dado cuenta de que la nave es el planeta Tierra.

Y es posible que cuando terminen de leer este artículo me tachen de negacionista, una de esas nuevas palabras que equivalen al hereje medieval y que se aplica al que no sigue la ortodoxia social que coincide, casualmente, con la oficial.

Y es que el cambio climático, innegable por otro lado, es como el retrato del Gran Hermano: omnipresente. Está en todos los discursos, medios de comunicación y redes sociales. Como la religión lo fue en su momento, hace que entremos en un concepto que sirve de excusa para cambiar el sistema de una forma radical. El cambio climático, en concreto la emisión del dióxido de carbono (CO2) se ha convertido en la bandera que justifica eliminar la combustión interna en los coches, pretender limitar el consumo de carne y regionalizar el consumo de los alimentos debido con la excusa de su huella de carbono. También sirve para justificar el cambio de los hábitos de vida, usar transporte colectivo, utilizar la bicicleta y tener cuidado con la electricidad que se consume a lo largo del día y pagar por todo ello un impuesto verde. Pero no tenemos en cuenta que el ser humano tiene la necesidad de calentarse cuando hace frío y que satisfacerla, desde que se inventó el fuego, significa generar dióxido de carbono, es lo que tiene la combustión. Calentarse con electricidad, al precio de que está, equivale a morir de frío o de hambre. También el ser humano tiene la necesidad de respirar, que es absorber oxígeno y expulsar dióxido de carbono. Y cada vez hay más población en la tierra y la necesidad de calentarse y respirar de cada persona equivale a que cada vez se producirá más dióxido de carbono.

Por otra parte, siempre que hay un desastre se da la ocasión de recurrir al cambio climático para su explicación; una ola de calor seguida de un temporal se debe al cambio climático, aumentan las lluvias o las sequías pues también se debe al cambio climático. Repito que el cambio climático está ahí, como también lo está su utilización para unos fines determinados.

El fenómeno del cambio climático viene avalado por la comunidad científica, pero ésta no es unánime en cuanto a la explicación de su causa. En este sentido, un negacionista no es aquel que dice que no hay cambio climático, sino el que dice que puede ser un proceso natural, independiente de la acción humana o en el que confluyen más causas que la generación de dióxido de carbono. Tenemos que tener en cuenta que la comunidad científica desarrolla sus postulados con lo que sabe, no con lo que cree, y que esa comunidad científica, con lo que sabía en ese momento, sentenció que el Sol y los planetas giraban en torno a la Tierra; o que el ser humano, fisiológicamente, era incapaz de trasladarse a más de 30 kilómetros por hora; y, más recientemente, y también fue un científico el que dijo que la presencia del COVID-19 en España sería testimonial. No nos equivoquemos, los científicos pueden dudar de la capacidad del género humano para cambiar el funcionamiento de la naturaleza, los políticos no. Tampoco confundamos los términos, cuando uno tiene dudas es un escéptico y si uno dice que la Tierra es plana o que no hay cambio climático es un tonto o un estúpido. Negacionismo, repito, es un eufemismo de herejía.

El fenómeno del cambio climático no es nuevo, al ser humano le gusta ser temeroso y cada cierto tiempo asiste de una u otra forma a la posibilidad del fin del mundo. Hay dos modalidades, por fechas críticas y por circunstancias. Ejemplo de fechas críticas, el temor social y medieval que se creó en el año 999 en la Europa cristiana cuando un predicador dijo que el mundo no llegaría al año 1000, el famoso “Efecto 2000” que iba a colapsar los ordenadores y sumir al mundo en el caos administrativo es otro ejemplo tan válido como el de 1000 años antes, no olvidemos las profecías mayas que señalaban al año 2012 o los múltiples y bien intencionados fines del mundo anunciados por los testigos de Jehová, y esa sala de retratos del Papa en el Vaticano que, según San Malaquías, cuando muera el último Papa retratado será el fin del mundo. Con respecto a la modalidad circunstancias, también se han ido sucediendo en el tiempo, podemos iniciarlo con esa sensación de fin del mundo que se adueñó de las sociedades cuando se declaró la peste; el terror que muchos sintieron cuando se empezó a utilizar la pólvora, cuando muchos anunciaron que los enemigos harían estallar el mundo en la lucha. Recientemente, en los últimos cincuenta años, hemos vivido el “pánico nuclear” de las décadas de los 70 y 80 avivado por otra parte por el cine, la televisión y la cultura en general; con la caída del Muro de Berlín también se originó un agujero en la capa de ozono y la emisión de CFCs durante la década de los 90; repentinamente, al comenzar el milenio, se comenzó a hablar del Calentamiento Global y de la emisión de los gases de efecto invernadero, posteriormente el término se modificó y pasó a ser Cambio Climático y la emisión de dióxido de carbono.

Está claro, nos gusta la sensación de vivir bajo la espada de Damocles y a nuestros gobiernos laicos creer en el apocalipsis. Se nos ha pasado el miedo a las armas atómicas aunque desde el fin de la Guerra Fría haya aumentado el número de naciones con este armamento, resulta paradójico que en los 80 rechazásemos que Estados Unidos y la Unión Soviética dispusiesen de este armamento y que en la actualidad nos resulte indiferente que el régimen de los ayatolah o el de un minidictador puedan disponer de bombas atómicas.

Tampoco les quepa duda: la Tierra será inhabitable cuando el Sol envejezca más en unos millones de años. Pero ahora toca preocuparse del Cambio Climático, si analizamos la evolución de los diferentes tipos de apocalipsis podemos comprobar, como ya hemos dicho, que tienen más de reacción social ante el temor que provoca una circunstancia que al conocimiento de la naturaleza del problema y de la idoneidad y coste de las soluciones ¿qué va a sustituir a las energías renovables un día nublado y con viento en calma? ¿Vamos a dedicar la mitad de la actividad económica al reciclaje? En todo caso los problemas están ahí, ya sean considerados potencialmente apocalípticos o no; puede ocurrir que los representantes de las potencias nucleares tomen unas copas de más y la líen fulminándonos a todos, puede que la capa de ozono agrande su olvidado agujero y que nos achicharremos; puede que el calentamiento global aumente y acabemos asados, o que el cambio climático siga su evolución y perezcamos en una ola de calor o de frío, en un huracán o en una inundación.

Volviendo al símil del principio, el aumento de la tripulación del planeta Tierra nos obliga a replantar los postulados de Malthus - ese que decía que los recursos de la Tierra progresan aritméticamente mientras la población aumenta geométricamente, pero se le olvidó decir que sus emisiones también aumentan de la misma manera – y probablemente descubriremos que el primer problema de la nave tierra es su tripulación y que ésta no dispone de algo que si tiene la nave: todo el tiempo del mundo. Por tanto hay que priorizar y, en mi opinión, antes de arreglar la nave es necesario solucionar los múltiples conflictos de la tripulación y conseguir que cada tripulante tenga claro su cometido, entendiendo que esto no significa una jerarquización, ni un sistema de castas; ahí entramos en materia de educación.

07 septiembre 2021

LENGUAJE INCLUSIVO, DESPROPÓSITO BIENINTENCIONADO.

 


No sabría decir cuando comenzó esta manía inclusivista, es posible que comenzase cuando el Lehendakari Ibarreche en todos sus discursos se refería a las “ciudadanas y ciudadanos vascas y vascos” o cuando la ministra Aído se refirió a los componentes del congreso como “miembros y miembras”. El caso es que desde entonces han cambiado muchas cosas, sobre todo en el vocabulario, y con un propósito más político que el de dar relevancia a los que no son hombres.

Quizás el primer paso ha sido dar género a palabras que no lo tenían, pero que sonaban a masculino, así hemos asistido al invento de palabras como presidenta, cuando en realidad valdría lo mismo decir el presidente o la presidente. No hemos entendido que los cargos no tienen género. Tras ello se han sucedido palabras a cada cual más ridícula, como portavoza. Si bien pocas palabras terminadas en e (como presidente) o en o (como miembro o soldado) se han salvado de que les coloquen un femenino. No ha ocurrido así con las palabras terminadas en a (como socialista), siguiendo esta lógica inclusivista deberíamos incluir en nuestro vocabulario, socialistos ( y probablemente socialistes), comunistos (y comunistes) o gilipollos (y gilipolles). En realidad, según la palabra que toque, se está sometido al capricho del lenguaje inclusivo. Dentro de su lógica sería tan correcto decir presidenta como residenta o habitanta, pero no queda tan elegante, ni tan importante.

Gramaticalmente, parece que asistimos a un nacimiento de nuevas formas de declinación: niños, niñas y niñes, algo que hace cada vez más difícil seguir un discurso y que hace del castellano una lengua más difícil todavía, incluso para los nativos. No me quiero imaginar que tengamos que hablar de jóvenos, jóvenas y jóvenes. Aunque, fuera del inclusivo, hemos asistido al cambio de significado de otras palabras como testar (de hacer testamento a probar o experimentar), lo cual indica que la estupidez puede exceder a la política.

Algo más se han salvado los adjetivos, que han mantenido su estructura, pero no sabemos qué pasará ante una nueva oleada revisionista de inclusivismo, por ejemplo en los colores, ¿tendremos que hablar de rojos, rojas y rojes?¿Inventaremos nuevas palabras como marrón, marrona y marrone?¿Cómo será el plural? (marronos, marronas y marrones). En fin, la prospectiva del lenguaje inclusivo resulta tan interesante como apasionante… y tan absurda como imbécil (o imbécila, o imbécile).

Pero agradezco que el inclusivismo, de momento, se limite al uso de los políticos en el ámbito de sus discursos y declaraciones. No me quiero imaginar una historia inclusiva, y doblada en volumen, que me diga que los faraones y faraonas de los egipcios y egipcias construyeron las pirámides. O que los romanos y romanas fueron invadidos por los bárbaros y las Bárbaras y que en España se asentaron visigodos y visigodas, suevos y suevas, vádalos y vádalas y alanos y alanas. Tampoco es de extrañar que, en lo que se refiere a medicina, haya feministas fanáticas, de esas que abortan cuando saben que el sexo de su feto es masculino, que aboguen por nuevas palabras; ya que su cuerpo es suyo dirán que tienen esófaga, que cuando comen picante les arde la estómaga y que tiene dificultades con el tránsito en sus intestinas, pero que las riñonas filtran bien, que su hígada funciona y su corazona late perfectamente. En algo tan femenino como es la ginecología reivindicarán que ellas tienen útera, ovarias, trompas de Falopia y clitorisa. La verdad es que se abre, en lo que a las ciencias se refiere, un horizonte tan infinito como la estupidez humana. Yo, por mi parte, seguiré teniendo tripas, manos, piernas e intentaré tener la cabeza en su sitio.

Por último, ha quedado en evidencia la falta de cultura de muchos de los que practican por norma este lenguaje inclusivo, soldada no es el femenino de soldado, como tampoco libra es el femenino de libro, ni capitana el femenino de capitán (imagínense que a la señora Samanta Vallejo Nájera le llamo chefa, como femenino de “chef”, estaría en mi derecho inclusivista).

En realidad, cada vez que utilizamos el lenguaje inclusivo dejamos patente que la sociedad está dividida en hombres, mujeres y un grupo al que habría que referirse como ¿otres? Cuando se propuso, tras la unión de Podemos e Izquierda Unida, llamar a la nueva coalición Unidos y Unidas Podemos parecía la concurrencia a las urnas de dos grupos diferenciados por el sexo, probablemente el próximo paso será llamarse Unides Podemos.

Quizás deberíamos plantearnos si este inclusivismo no resulta discriminatorio, si no habrá alguna lumbrera que al quererse referir a la infancia como niños, niñas y niñes piense que pueda haber algún discriminado. Aunque creo que en este caso lo políticamente correcto está desbancando a lo correcto, sencillo e inteligente. Desde luego muchas veces dejamos claro que no sabemos elegir las palabras, lo fácil y económico, y también inclusivo, que resultaría referirse a personas en vez de a hombres, mujeres y otres.